El tiempo en el shala

por | Jul 22, 2025

El tiempo en el shala

De lo mejor del Shala son las conversaciones después de clase. Tienen la magia de ser breves, como el encuentro cotidiano con el chico que te sirve el café en la cafetería, la señora que limpia la oficina o el joven que vende periódicos en la esquina de tu calle. Pero, a diferencia de ese intercambio casual de palabras amables, en el Shala suceden después de un silencio profundo, una terapia presente y de sincronizar durante una hora nuestra respiración y movimiento.

Hay algo tan personal e íntimo en esa charla que, aunque breve, nunca es small talk; es —al contrario— profunda como la ujjayi.

El tono casi siempre se afina al clima emocional del día, del mes, de la semana. Llevo diez años relacionándolo con el clima astrológico, el ambiente político y el tiempo en la ciudad. “Qué rápido ha pasado este año” lo hemos discutido ampliamente en los breves quince minutos posteriores a los tres shantis finales, mientras limpiamos los tapetes, los enrollamos, nos ponemos los zapatos y nos despedimos. El olor del incienso me orbita junto con las experiencias compartidas por mis alumnos, y el humo se disipa junto con las líneas que separan quién enseña a quién, y si soy la maestra, o si —por la acumulación de esos quince minutos a lo largo del año— nos hemos convertido en amigos.

Últimamente hemos hablado de que no somos los mismos que hace un año. Y, sobre todo, hemos acordado que estos últimos cinco —desde que comenzó la pandemia— se condensaron en nosotros como un cambio tan profundo y estructural que la vida anterior parece una película en blanco y negro de otra realidad. Sin embargo, nos llevamos a nosotros mismos, convertidos en un fotograma de esa historia que ya vimos y dejamos atrás, pero que seguimos viviendo desde otra perspectiva.

Y yo encuentro, en esa vivencia, la encarnación del planteamiento de la identidad en la práctica del yoga.

No existe el tiempo sino como la acumulación sucesiva de instantes; y la identidad, tampoco, salvo por la posibilidad de observarnos y nombrarnos. Es un error, de alguna manera, pensar en la identidad como algo fijo que se aprehende en la carne o en la memoria. Sin embargo, hay una luz de conciencia que no se apaga y que atestigua nuestra irrealidad. Lo más extraño es encontrar repetición y consistencia en un todo tan cambiante y diverso.

Yo lo pienso así: tengo cinco años llegando a pie desde mi casa a la puerta del Shala, prácticamente todas las mañanas. Y, de pronto, un lustro se vuelve tan corto y monotonal como abarcador y fluctuante. Una puerta corrediza se desliza entre la experiencia de quien fui cuando comencé a dar clases en un salón sin nombre, y quien soy hoy, que me asumo como la fundadora de un Shala con nombre: Ram Ram.
Y la puerta soy yo.

Porque todos sabemos que el aire fresco de la mañana no es el mismo que el del sopor de la tarde, aunque, objetivamente, no lo sepamos.

En los últimos cinco años se reconfiguró el mundo. Y aunque sigue haciéndolo, en este periodo reciente, indescifrable, se siente como si algo hubiera culminado. En el caso de nuestra escuela, es que un día llegamos solos a practicar yoga sin saber muy bien qué hacíamos, con la extrañeza de encontrar el propio cuerpo a distancia al tratar de ajustarlo a las asanas; o de conocer en la entrada a una persona que nunca hubiésemos cruzado en otro contexto; o de sentir que la luz del Shala tiene una densidad distinta a la que entra en el patio de la casa. Todo con ese asombro y extrañamiento de las primeras veces.

Pero nos seguimos encontrando ahí mismo, una y otra vez. Aunque en el mismo lugar, todas las mañanas son nuevas, junto con el cuerpo, la luz, el clima y el tiempo. Pero ahora nos saludamos con cariño, y sabemos cosas el uno del otro de días, meses, años atrás… aún así, todo vuelve a ser nuevo.

De lo más inasible de la vida es cómo se recorre. Como los astros en el cielo. El centro de las cosas —una preocupación, un afecto, un problema— un día se disuelve con el paso del tiempo, como las fibras musculares de la espalda en el perro mirando hacia abajo que, aunque lo hayamos hecho incontables veces, se siente igual cada clase.

Una pequeña ruptura nos quiebra en cada práctica, expandiéndonos.
Y, al interior de uno mismo, abre una semilla.


Imagen:
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