“El espacio en el Asana”

por | Jul 15, 2024

Relato de un retiro con Ric del Real

Es a la vez un reto y una experiencia entrañable encontrarse en el camino del yoga con un verdadero maestro. Qué hace a un verdadero maestro, sin embargo, es una noción que se ha construido con el tiempo, socialmente, y que ha cambiado de acuerdo al contexto histórico. Aún así, contiene en sí una decisiva subjetividad, pues reside en el contacto de uno a uno con esa figura guía, con ese referente de admiración.

Yo admiro mucho a mis maestros y los he encontrado tanto en lugares obvios como improbables. Al frente de un shala, en sus clases a domicilio, en la conversación con un desconocido, en mis amigos. Yo encontré en un amigo a mi maestro de Ashtanga. Es un maestro, para mí, muy especial. Como somos amigos, tenemos en el día a día una relación horizontal, pero en el tapete, cuando me guía o cuando me ajusta, se siente el natural desnivel entre mi admiración y su autoridad. La cual ejerce con suma elegancia.

La condición para encontrar un verdadero maestro se halla, según mi óptica, en tres factores. El primero, la chispa de devoción en el practicante. Las ganas de conectar con algo superior que se manifiesta en una disposición humilde, en la sumisión precisa de quien acata órdenes, aunada a la dulzura inocencia de quien mira en el otro un ideal que se antoja distante, lejano, ajeno a la experiencia propia. Un maestro es un horizonte.

A mí me pasa cuando miro la práctica de Ricardo. Soy como Matsyendra escondido a la orilla del mar, asomando mi entendimiento, turbado por la corriente, hacia la enseñanza de esa práctica oculta, ese secreto de oro, que a unos, los no preparados, aburre. Me asombra el control impecable de los bandhas, los candados energéticos que se activan muscularmente en el cuerpo, unas fuerzas sutiles difíciles de calibrar, controlar y ya no dígase encontrar, de manera precisa, con años de Sūrya namaskār y, si haces bien, comenzando estrictamente con el Yoga chikitsā, la primera serie de Ashtanga. La cualidad para amarrarse en los Maricyāsana, la de llevar las manos a la barbilla con los brazos enredados entre las piernas en loto. La de elevar los pies sin esfuerzo y flotar al Caturaṅga. Un maestro es un mago. El espectador es el alumno, que es encantado al querer asir el misterio detrás del truco.

El fin de semana pasé unos días de retiro con él, mi maestro; en las mañanas hacíamos Mysore, en las tardes, talleres. Llevo dos años practicando Ashtanga, ya más comprometida, y cuelo la primary series en mi habitual práctica de Hatha Raja Yoga (Dharma Yoga), al menos dos o tres veces por semana. Durante varios meses lo vi a él semanalmente. Al principio le pedí que me dictara, después sólo me miraba, y decía lo que tenía que decir o ajustaba mis posturas en silencio. Han sido dos años de mucho auto descubrimiento.

He reencontrado mis pies, mis caderas, mis hombros y la resistencia a presionar hacia la tierra en mi standing sequence. He sentido que soy un niño aprendiendo a caminar y una anciana regresar a los lugares de la infancia. He potenciado mi respiración. Agudizado mi consciencia y he pensado en el Ashtanga yoga como un sistema para trascender la condición humana a través del arraigo. Estoy aprendiendo Kūrmāsana de forma tradicional mientras en mi práctica de Dharma alcanzo Kāraṇḍavāsana. He descubierto el truco del espacio y el tiempo, pues dos cosas opuestas pueden ser simultáneamente.

Hoy día escucho a veces, junto con mi respiración, las cuentas en sánscrito de Ricardo, siguiendo su compás imaginario. Y en el movimiento de mi cuerpo al entrar a las posturas, me entrego a un tiempo antiguo, que atraviesa personalidades, pues sigo a través de él, pero en mi interior, una tradición que lo rebasa.

La segunda cualidad de un maestro extraordinario es la presencia en su voz, su criterio, su visión y sus palabras, de algo antaño, ya sea de días, meses o décadas atrás, en la presencia viva de una técnica precisa, traspasada de individuo a individuo, pero conteniendo un vasto océano de tiempo: inhala por la fosa nasal izquierda primero, siente la vibración del mantra en la base del suelo pélvico, concentra el rumor de la eme en tus labios en el punto entre tus cejas. Un maestro es un eco.

En la presencia ancestral que adquirió Ricardo, meditando frente a las montañas de Tepoztlán, está mi amigo ahí mismo, como agrandado y disminuido. Por un lado se ensancha su poder, rebosante de la energía con que maneja a un grupo en clase, y emana sólo como un halo magnético a su alrededor, que se percibe en una calma delicada pero afianzada -contundente, sobre del piso. Un equilibrio entre lo que tiene raíz profunda, se mueve como estando debajo del agua, pero asciende al paraíso, más allá del cielo y hacia arriba. Yo me lo explico en sus alineaciones planetarias. Pero a la vez él mismo desaparece. Se vuelve un centro de gravedad hacia donde me hundo, sentados en meditación, un abrazo que me absorbe en un empuje exterior hacia encontrarme en el Asana al que no llego sola. Un silencio. La tercera cualidad en un verdadero maestro es que en su presencia, de cumplir con las dos previas, sientes el silencio. El orden en que se presentan estas tres cualidades es impreciso, existen al tiempo aunque no se las perciba, y contienen entre estas tres la revelación de un secreto.

Ricardo tocó con sus dedos la base de mi espalda baja, indicándome que redondeara las vértebras más bajas para empujar sus dedos hacia arriba. Yo no encontraba el camino, la forma, ni podía comandar a mis músculos ni mis nervios cómo hacer ese movimiento. En la tarde dormí una siesta, y pensando en el movimiento sutil de mi columna en la respiración emulé el ejercicio en clase sobre la cama. Descubrí un camino hacia el instante inconcluso de mi jump back en el vinyasa: inhala levanta, extiende, exhala aterriza. En mi imaginación se trazó una nueva vía en mi práctica para un impasse que tiene años estancado. No sé cómo voy a llegar ni cuando, pues viene de la experiencia de mi maestro, pero él ha encendido una luz, por delante de mí, proveniente de hace mucho, desde afuera, pero hacia mi interior. Con ella pude, como Matsyendra, asomar la cabeza sobre el agua de mi inconsciente y absorber un poco de esa sabiduría encriptada, milenaria. Gracias.

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