Mumukṣutva

por | Ago 26, 2024

Empezar una práctica de yoga es un descubrimiento profundo. Toma tiempo, sin embargo, lograr la disciplina de no fallar a los horarios asignados para la práctica, o revertir el hábito de preferir un confort con alguna comida, bebida o conducta que nos regale un poco de bienestar en el cuerpo y la mente. Porque de alguna manera, el yoga otorga un bienestar que rebasa por mucho al placer momentáneo y exige en sí mismo una especie de sacrificio. El de decidir atravesar el dolor en lugar de evitarlo.

En un principio, aunque no deja nunca de serlo, la práctica de yoga es muy incómoda, es hasta desagradable. El sofoco inicial al intentar mantener la respiración en posturas tan anti cotidianas, la impaciencia ante las sensaciones inquietantes que despierta, la vulnerabilidad que se siente frente al maestro, que parece volar en hazañas que se antojan imposibles al aprendiz, pueden resultar tan intimidantes que es fácil claudicar.

Los textos sobre el yoga versan, por un lado, sobre la cualidad extenuante de la práctica de asanas. Su desafío físico que deriva en un reto también intelectual. Aprender a generar conexiones en el cuerpo con respecto a nuestra cognición es un proceso de cambio que se profundiza en la medida en que se adopta el yoga como parte de nuestra vida cotidiana. Y el resultado es hacerlo en sí mismo, y apenas con un par de posturas se percibe un máximo beneficio, independientemente del alumno.

Pero los textos hablan también de un momento de desapego con respecto al esfuerzo en la ejecución de un asana; un confort en una actividad que de principio fue increíblemente incómoda. Y mencionan la posibilidad de no sentir ya en el acto de la práctica ningún tipo de empeño exhaustivo. Los sūtras lo definen como el momento en que en el asana se puede percibir el infinito.

Por ejemplo, hay temporadas en que el cuerpo suda mucho, transpirando las toxinas acumuladas en el organismo de años atrás. Más adelante se deja de sudar igual. Luego vuelve, porque el yoga es una disciplina que procura la constancia ante la cíclica naturaleza humana y material. Por ello, la belleza de percibir la ligereza en el momento de la práctica, la posibilidad de respirar sin sentir que te asfixias en una postura que antes te retaba mucho, así como la sensación de terminar tus asanas no tiene igual.

En mi caso han pasado poco más de quince años desde que me paré en un tapete por primera vez. Y como catorce desde que un día, recostada en Śavāsana, durante la noche de un día cualquiera entre semana, cuando era estudiante universitaria, decidí que no iba a dejar esto jamás.

A mí me pasó que desde que tenía un par de semanas practicando sentí un hambre voraz. Cambió todo, pero comenzó por cambiar la percepción del largo trayecto en auto desde el salón de un pequeño gimnasio donde tomaba clases de Hatha Yoga martes y jueves a las siete u ocho de la noche. Sentía que flotaba, que ningún inconveniente de camino a mi casa era suficiente como para sacarme de ese ensueño, que el cuerpo se me relajaba como hoja al viento y la mente susurraba una vibración latente, como interna.

A los 19 años que comencé a practicar se empezó a tejer en mí una nueva sensación corporal, y yo no fallaba a mis clases, pasara lo que pasara. Y al cabo de dos meses busqué ir tres veces a la semana, a los seis meses empecé mis lecturas del yoga con un libro de Mircea Eliade y hacia el final del primer año ya iba diario al shala y había tomado dos cursos que me guiaran para aprender un poco sobre la literatura del yoga, sobre su filosofía e intentado –sin lograrlo– mis primeros 108 saludos al sol.

Me disolvía, en el momento presente de ejecutar el saludo al sol, en el instante en que sostuve mi primer pārśva bakāsana, en el primer día que logré un śīrṣāsana, y en el momento en que alcancé, en el 2013, quedarme estable en pincha mayūrāsana. El asana ha sido para mí, desde hace tres lustros, la permanencia dentro de una transformación interna radical. Y no me fue difícil decidir por el yoga, prioritariamente, desde mis veinte años. Fue una transición suave, la de ser nueva a sostenerme en balances sobre mis brazos, en encontrar ligereza en las transiciones, en sentir que puedo volar.

La sensación de mis posturas, sin embargo, se ha entreverado con la vida, y así como ha habido momentos de volar, he caído. El duelo, la pérdida, la arrogancia, el dolor, han afectado el flujo de mis posturas, lo han vuelto más difícil. Muchas veces insoportable, aún así, nunca lo he dejado. Aunque algún día de la semana fallo, y cuando lo siento necesario, descanso. Pero cada vez que se disipa la tormenta mi cuerpo ha retornado más fuerte, más firme y al tiempo cada vez más dócil. Lo agradezco. Cada determinado tiempo, que tiene todo que ver con mis procesos internos, regreso a la sensación de principiante. Es fascinante.

Lo mismo con la meditación, la cual me ha llevado por instantes a una sensación de nulidad con respecto a mi identidad personal, una distancia con mi existencia física, una ausencia lúcida con este personaje de ficción que siento que somos. Hay días en que es imperceptible el tiempo que llevo sentada, y sin darme cuenta pasa una hora, pero hay días en que mi mente no se calla ni un minuto.

Sin embargo, he encontrado en el yoga la posibilidad de vivir con plenitud la última siesta con mi padre, el primer beso con un novio, el olor del café cada mañana, el suave olor a tierra mojada de las macetas, el aire fresco de la mañana, el sol que pega sobre las paredes cuando estoy en casa al atardecer. Hoy día, independientemente de lo que sea, diariamente aunque sea por cinco minutos, dedico mi vida a respirar conscientemente, hasta que a veces, dejo de estar aquí, en este cuerpo mortal. Vale tanto la pena, la luz que brilla en la existencia plena, que deja de ser un sacrificio, aún cuando pese la vida y el cuerpo. Y si tienes buen talante se vuelve como comer, como dormir, como lavarse.

El yoga te lleva a ir encontrando en el día a día una sensación de estar realmente viviendo la vida. O al menos eso es lo que yo busco cuando pongo mi tapete, cuando ya entrando en calor no puedo no entregarme por completo, y regreso a esa hambre de mis 19 a mis 29 años, cuando incansablemente busqué a mis maestros, atravesando la ciudad, invirtiendo todo de mí para que en algún momento se me revelara el secreto. A veces es un silencio profundo, otras, una alegría sin objeto, en el caso más intenso que he sentido, aparte de la no corporalidad, ha sido un llanto de cristal, donde las lágrimas se sienten puras, refulgentes, como si emanaran de una luz interior, limpiando el alma. A veces no es nada, sólo frustración.

Por eso espero en el shala, a veces con paciencia y a veces sin ella, a que suene la campana de que viene alguien a clase; y evoco en mí a todos mis maestros, los vivos  –que me dictaron y ajustaron en vivo y en directo–, y a los muertos – a quién he leído en los libros o en las llamadas escrituras. Me cuesta mucho comprender cómo es que alguien viene una vez y luego no viene en muchos días, semanas, o meses. Pero esa es  la soberbia de mi personaje cuando se siente importante, cuando cree que algo sabe.  

Sin embargo, en diez años de dar clases yo sé que hay un brillo en la sonrisa, una calma en los ojos, en los alumnos en el shala tras cantar shanti tres veces. No importa quién sea. Si tiene años de venir o algunos meses, o si viene de vez en cuando, o si es su primera clase, pero mi satisfacción personal ese ese destello de algo que me rebasa, a mí, a ellos, a todo. Y mi inquietud principal es que vuelvan, porque se puede vivir en ese instante cuando se procura diario.

Nos vemos en el shala para practicar.

Ram Ram


Imagen
  • Adaptado de Two Leaves From a Pictorial Manual of Yoga Postures And Gestures, part of a larger illustarted Manuscript [Fotografía], India Central, Finales S.XVIII, inicios S.XIX. Todywalla Auctions (https://www.todywallaauctions.com)
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